Se me acercó con un montón de narices rojas. Caminaba despacio,
con la mano extendida como una ciega —o como una loca que cree que lleva un
puñado de cerezas o de gominolas, y no quiere que se le espachurre ninguna—. Me
arrugué en el sillón. Ella, muda, cogió una y se la encajó en la nariz, luego
me ofreció otra a mí. Bajé la mirada a mis calcetines nuevos —como mi pijama,
mi bata y mi silla de ruedas—, todo era nuevo para mí. ¡Quería estar sola para
“disfrutarlos”! Negué con un movimiento rabioso de cabeza, pero ella se agachó
y, en cuclillas, me la acercó otra vez —como si yo fuera un animal herido y
tratara de ganarse mi confianza—. Esta vez, le funcionó. Aburrida, cogí aquella
nariz de payaso y me la puse. Era una situación ridícula: dos tontas mirándose
la nariz. Sonreí —¡me extrañé!—. Entonces, como si mi gesto hubiera sido una
contraseña pactada, ella me guiño un ojo y se marchó.
Desde ese día, me visitó cada tarde. En ese corto
espacio en el que mamá se acercaba a recoger a los pequeños al colegio y papá
todavía no había llegado al hospital. Solo media hora, nuestro tiempo para
volver el mundo al revés. Era un juego alucinante: ella hacía de mí y yo de
ella. Hablábamos de cosas normales, pero desde un punto de vista diferente —yo,
el de una persona sana, ella, el de una adolescente con cáncer—. ¡Moló! Y, al
final, ¡me lo creí!... Creí en ella y en mí. Creí en el poder curativo de tener ganas:
ganas de jugar, ganas de aprender, ganas de crear y compartir, ganas de
vivir.
Hasta que una tarde no vino a mi habitación. La esperé
a la tarde siguiente y a la siguiente, también, pero no apareció. Entonces
decidí actuar. Como en nuestro juego: si lograba engañar
a la enfermedad, ¡yo ganaba! Salí con mi silla al pasillo —era mi primera vez—.
Recorrí la galería. Ella se sentiría orgullosa. Ella… Nunca le pregunté su
nombre ni qué hacía en el hospital: si era médico, enfermera o paciente.
Y, ahora, pasado el tiempo, soy yo la que ocupa su
lugar en estas habitaciones de jóvenes enfurruñadas con su suerte. Para
demostrarles que la actitud puede cortar las alas al cáncer, y ¡que vuele
más bajo!...
Os tengo que dejar. Esta es la habitación de Olga, mi
futura amiga. Voy a ofrecerle un puñado de narices rojas, como quien
ofrece jugosas cerezas o dulces gominolas.
Esta es mi aportación para el Día Mundial contra el Cáncer , en Historias de superación que organiza Zenda (patrocinado por Iberdrola).
En este enlace, podéis leer todas las propuestas recibidas y participar. Suerte!!